Para mí es siempre una gran alegría saber de Patti Smith.
La recuerdo en un documental de esos que pasaban en el once los domingos en la madrugada sobre rock
Recuerdo que siempre los dejada grabando y ahí tengo los VHS, iba en la secundaria me parece...
O tal vez ya en la prepa porque recuerdo haber dibujado para mi clase de Dibujo una división de 4 imágenes diferentes; las cuatro sobre ese capítulo de la serie que les hablo: una pared del CBGB's, un semáforo en el horizonte neoyorkino, graffittis y Patti Smith cantando bajo una luz roja.
Luego me entero del cierre del mítico bar
y la foto de la madrina del punk arribando al último show del brazo de Flea (RHCP)
Una reseña de su poemario más reciente en un chulérrimo número de la genial revista Replicante . La foto que sigue aparece en dicho texto.
Podemos escuchar algunos de sus poemas acompañados por el el artista sonoro Fennesz,
También está su aparición tan puntual en ese video homenaje a Johnny Cash escribe "Redemption" en un sillón, vemos su ojo y la vemos tocando guitarra (God is gonna cut you down, min 0:28- 0:35)
y el documental tan esperado y que se presentó el año pasado en el hoy tragicamente ya cancelado FICCO. ( Patti Smith, Dream of Life, Steven Sebring)
Ahora una razón más para sonreír con la vida de nuestra Patti
saberla presente y respirando bajo el mismo cielo que nosotros
es algo muy bello, no lo creen?
saber poetas de a deveras por ahí en el mismo cosmos de uno.
Esto que sigue es un fragmento del más reciente libro de nuestra autora
se llama Just Kids
y es sobre su relación con el mítico Robert Mapplethorpe
(aparecido en Laberinto de Milenio )
miren acá está con sus nenes
acá en un album
En 1967 la poeta y cantante Patti Smith era una veinteañera que había decidido probar suerte en Nueva York. No tenía donde dormir y pasaba hambre, le gustaba leer y escribía. Aún no exploraba en la música y desconocía que llegaría a ser figura central en el ambiente underground y la escena punk que se gestaba en la ciudad. Robert Mapplethorpe había dejado sus estudios de arte, pero tenía la voluntad férrea de abrise camino con sus dibujos y pinturas a costa de lo que fuera. Pronto una Polaroid iba a caer en sus manos y finalmente lograría la consagración artística como fotógrafo. Aquel verano eran un par de jóvenes que se encontraron y forjaron un camino de amor, creación y apoyo mutuo. Con el libro Just kids, del que Laberinto adelanta dos fragmentos, Smith cumple la promesa que le hizo alguna vez a su inolvidable compañero de ruta, que murió de sida en 1989, de contar la historia de su amistad.
La ciudad ardía, pero aún llevaba mi impermeable. Me daba confianza mientras recorría las calles en busca de trabajo, con el único currículum de un turno en una fábrica, vestigios de una educación incompleta y un uniforme de camarera inmaculadamente almidonado. Logré un puesto en un pequeño restorán italiano llamado Joe’s en Times Square. Tres horas la primera jornada; después de derramar una bandeja de ternera a la parmesana en el traje de tweed de un cliente fui liberada de mis responsabilidades. Sabiendo que nunca iba a lograrlo como camarera, dejé el uniforme —sólo ligeramente manchado— y los tacones que le hacían juego en un baño público. Me los había dado mi madre, un uniforme blanco con zapatos blancos, invirtiendo en ellos sus propias esperanzas sobre mi bienestar. Ahora eran como lirios marchitos olvidados en un lavamanos blanco.
Atravesaba la gruesa atmósfera sicódelica de St. Mark’s Place sin estar preparada para la revolución en marcha. Había un aire de vaga e inquietante paranoia, una corriente subterránea de rumores, fragmentos de diálogos robados anticipando la revolución. Sólo me senté ahí tratando de entender, el aire grueso del humo de yerba puede explicar mis adormilados recuerdos. Me abrí camino en una gruesa teleraña de conciencia cultural cuya existencia desconocía.
Había vivido en el mundo de mis libros, escritos en gran parte en el siglo diecinueve. Aunque podía dormir en bancos, en el metro y cementerios hasta tener un trabajo, no estaba lista para el hambre constante que me roía. Era una cosa flaca con un metabolismo rápido y gran apetito. El romanticismo no me saciaba la necesidad de comer. Aun Baudelaire tuvo que comer. Sus cartas contenían mucho de un desesperado deseo a gritos de carne y cerveza.
Necesitaba un empleo. Fue un alivio cuando me contrataron como cajera en la sucursal de la librería Brentano’s en uptown. Habría preferido la sección de poesía que anunciar las ofertas de joyas y artesanía étnicas, pero me gustaba mirar las baratijas de países lejanos: brazaletes bereberes, collares de conchas de Afganistán, y un Buda engarzado en una joya. Mi objeto favorito era un modesto collar de Persia. Estaba hecho de dos placas metálicas ligadas con grueso hilo negro y plata, como un escapulario muy antiguo y exótico. Valía dieciocho dólares, lo que parecía mucho dinero. Cuando las cosas estaban calmadas lo sacaba de su caja y delineaba la caligrafía grabada en su superficie violeta, fantaseando acerca de sus orígenes.
Poco después de que empecé a trabajar ahí, [un] chico que había conocido brevemente en Brooklyn vino a la tienda. Se veía distinto de camisa blanca y corbata, como un estudiante de colegio católico. Dijo que trabajaba en el Bretano’s del downtown y que tenía un crédito que quería usar. Tomó mucho tiempo mirando todo, los abalorios, las pequeñas figuras, los anillos de turquesa.
Finalmente dijo “quiero éste”. Era el collar persa.
“Es mi favorito también”, le respondí. “Me recuerda a un escapulario”.
“¿Eres católica?”, preguntó.
“No, sólo me gustan los objetos católicos”.
“Yo fui monaguillo”, rió. “Me encantaba mecer el incensario”.
Estaba feliz de que hubiera elegido la misma pieza que yo, aunque triste por verla partir. Cuando la envolví y se la pasé, le dije impulsivamente “no se la des a ninguna chica, sólo a mí”.
Me sentí avergonzada, pero él sonrió y dijo “no lo haré”.
Smith en el festival Provinssirock. Finlandia, 2007. Foto: Beni Köhler
Cuando se fue, miré el lugar vacío donde había estado sobre un pedazo de terciopelo negro. A la mañana siguiente una pieza más elaborada había tomado su lugar, pero carecía del simple misterio del collar persa.
Al final de mi primera semana sentía mucha hambre y aún no tenía dónde ir. Tomé la tienda como dormitorio. Me escondería en el baño mientras los demás se iban, y después que el vigilante nocturno cerrara dormiría sobre mi abrigo. En la mañana aparecería como si hubiera llegado temprano a trabajar. No tenía ni un centavo y hurgué los bolsillos de los uniformes para comprar galletas de mantequilla de maní en la máquina expendedora. Desmoralizada por el hambre me choqueó que no hubiera ningún sobre para mí el día de pago. No había entendido que la primera semana de pago se retenía, y me fui al baño a llorar.
De regreso en la caja, vi a un tipo al acecho, observándome. Tenía barba y llevaba una camiseta a rayas y una de esas casacas con parches de gamuza en los codos. El supervisor nos presentó. Era un escritor de ciencia ficción y quería invitarme a cenar. Aunque yo tenía veinte años, la advertencia de mi madre de no salir con extraños resonó en mi conciencia. Pero la perspectiva de una cena la debilitó y acepté. Esperaba que todo estaría bien si el tipo era escritor, aunque parecía más un actor jugando al escritor.
Caminamos calle abajo hasta un restorán en la base del Empire State. Nunca había comido en un buen lugar en Nueva York. Traté de pedir algo que no fuera tan caro y elegí pescado a $5.95, lo más barato en el menú. Todavía puedo ver a la mesera poniendo el plato ante mí con una gran ración de puré de papas y un pedazo de pescado recocido. Aunque me estaba muriendo de hambre, fue difícil disfrutarlo. Me sentí incómoda y no sabía cómo manejar la situación ni por qué él quería comer conmigo. Parecía como si estuviera gastando un montón de dinero en mí y me preocupaba qué es lo que podía esperar a cambio.
Después de cenar nos fuimos caminando a downtown. Enfilamos al este hacia el parque Tompkins Square y nos sentamos en una banca. Estaba conjurando unas líneas para el escape cuando sugirió ir a su apartamento por un trago. Este era, pensé, el momento crucial que mi madre me había advertido. Miré alrededor desesperadamente, incapaz de responder, hasta que vi acercarse a un hombre joven. Fue como si un pequeño portal del futuro se abriera; de ahí salió el chico de Brooklyn que había elegido el collar persa, como respuesta al ruego de una adolescente. Reconocí de inmediato sus piernas arqueadas al andar y sus rizos alborotados. Iba con overol y una chaqueta de piel de oveja. Del cuello le colgaban collares de cuentas; un pastor de ovejas hippie. Corrí hacia él y lo agarré del brazo.
Con Robert Mapplethorpe en 1969. Foto: Norman Seeff
“Hola, ¿me recuerdas?”
“Claro”, sonrió.
“Necesito ayuda”, le dije. “¿Puedes hacer como que eres mi novio?”
“Seguro”, dijo, como si no lo sorprendiera mi aparición repentina.
Lo arrastré hacia el tipo de ciencia ficción. “Este es mi novio”, dije sin aliento. “Me estaba buscando. Es un loco. Quiere que vaya a casa con él ahora”. El tipo nos miró ridículamente.
“Corre”, grité, el chico agarró mi mano y salimos a través del parque hacia el otro lado.
Sofocados, nos desplomamos en la entrada de una casa. “Gracias, salvaste mi vida”, dije. Aceptó la noticia con expresión de desconcierto.
“No te he dicho mi nombre, es Patti”.
“Me llamo Bob”.
“Bob”, dije mirándolo realmente por primera vez. “De alguna manera no me pareces un Bob. ¿Está bien si te llamo Robert?”
El sol se había puesto en la Avenida B. Tomó mi mano y vagamos por el East Village. Me compró una crema de huevo en el Gem Spa, en la esquina de St. Mark’s y Segunda Avenida. Hablé casi todo el tiempo. Él sólo sonreía y escuchaba. Le conté historias de infancia, la primera de muchas: Stephanie, el campo, y el salón de baile cruzando la carretera camino. Me sorprendí cómoda y abierta con él. Después me dijo que estaba en un viaje de ácido.
Sólo había leído del LSD en un pequeño libro llamado Collages de Anaïs Nin. No estaba al tanto de la cultura de drogas que florecía en el verano del 67. Tenía una visión romántica de las drogas y las consideraba sagradas, reservadas para los poetas, los músicos de jazz, y los rituales indígenas. Robert no parecía alterado o extraño, como yo podría haber imaginado. Irradiaba un dulce y malicioso encanto, tímido y protector. Caminamos hasta las dos de la mañana y finalmente, casi al mismo tiempo, confesamos que ninguno tenía donde ir. Nos reímos. Pero era tarde y estábamos cansados.
“Creo que sé donde podemos quedarnos”, dijo. Su último compañero de casa estaba fuera de la ciudad. “Sé donde esconde la llave; no creo que le importe”.
Tomamos el metro hacia Brooklyn. Su amigo vivía en Waverly, cerca del campus universitario de Pratt. Nos metimos en un callejón donde encontró la llave debajo de un ladrillo suelto y entramos al apartamento.
Nos intimidamos al entrar, no tanto por estar solos, sino porque era el lugar de otro. Robert se preocupó de hacerme sentir cómoda y entonces, sin importar lo tarde que era, me preguntó si quería ver su trabajo guardado en el cuarto de atrás.
Robert lo extendió en el piso. Había dibujos y grabados; desenrolló pinturas que me recordaron a Richard Pousette-Dart y Henri Michaux. Energías múltiples irradiaban a través de palabras entretejidas y líneas caligráficas. Campos de energía construidos con capas de palabras. Pinturas y dibujos que parecían brotar del subconsciente.
Había una serie de discos entrelazando las palabras Ego Amor Dios, combinadas con su propio nombre; parecían desvanecerse y expandirse sobre las superficies planas. Mientras los veía, me sentí impulsada a contarle sobre las noches de mi niñez mirando figuras circulares que irradiaban del techo.
Abrió un libro de arte tántrico.
“¿Cómo esto?”, preguntó.
“Sí”.
Reconocí asombrada los círculos celestiales de mi infancia. Un mandala.
Me conmovió especialmente el dibujo que había hecho el día de los soldados caídos. Nunca había visto algo parecido. Lo que también me impactó fue la fecha: el día de Juana de Arco. El mismo día yo había prometido ante su estatua hacer algo de mí misma.
Se lo dije, y respondió que el dibujo simbolizaba su compromiso con el arte, sellado el mismo día. Me lo regaló sin dudar y comprendí que en ese breve espacio de tiempo habíamos renunciado a nuestra soledad y la habíamos reemplazado por confianza.
Miramos libros de dadá y el surrealismo y terminamos la noche inmersos en los esclavos de Miguel Ángel. Sin hablar absorbimos los pensamientos mutuos y recién al amanecer nos dormimos uno en los brazos del otro. Cuando despertamos me saludó con su sonrisa torcida y supe que era mi caballero.
Como si fuera lo más natural del mundo seguimos juntos, no dejándonos más que para ir al trabajo. Nada se habló; sólo fue comprensión recíproca.
Las siguientes semanas dependimos de la generosidad de los amigos de Robert para el alojamiento, particularmente de Patrick y Margaret Kennedy, en cuyo apartamento en Avenida Waverly habíamos pasado la primera noche. La nuestra era una habitación en el ático con un colchón, los dibujos de Robert clavados a la pared, sus pinturas enrolladas en un rincón, y yo sólo con mi maleta a cuadros. Estoy cierta que no era menor carga para esta pareja albergarnos, teníamos precarios recursos y yo era socialmente torpe. Por las noches teníamos la suerte de compartir la mesa de los Kennedy. Juntábamos dinero, cada centavo destinado a tener nuestro propio lugar. Trabajé largas horas en Brentano’s saltándome los almuerzos. Hice amistad con otra empleada llamada Frances Finley. Era deliciosamente excéntrica y discreta. Deduciendo mi situación, me dejaba recipientes con sopa casera en la mesa del baño de empleados. Este pequeño gesto me fortaleció y selló una amistad duradera. […]
Cuando logramos juntar dinero suficiente, Robert buscó un lugar para que viviéramos.
Hotel Chelsea
Viva irrumpió en el vestíbulo con un aire de Garbo inaccesible, tratando de intimidar al señor Bard para que no le preguntara por la renta. La cineasta Shirley Clarke y la fotógrafa Diane Arbus entraron en forma separada, cada una con la impresión de una misión delicada. Jonas Mekas, con su cámara y su sonrisa siempre presentes, disparó hacia los oscuros rincones de vida que rodeaban al Chelsea. Me paré ahí sujetando un cuervo negro disecado que había comprado por casi nada en el Museo del Indígena Americano. Pensé que querían deshacerse de él. Había decidido llamarlo Raymond, por Raymond Roussel, el autor de Lugar solitario. Estaba pensando en el mágico portal que era este vestíbulo cuando la puerta de vidrio se abrió como barrida por el viento y una figura familiar con capa negra y escarlata entró. Era Salvador Dalí. Miró nerviosamente alrededor, y entonces, viendo mi cuervo, sonrió.
su elegante y huesuda mano en mi cabeza y dijo: “Eres como un cuervo, un cuervo gótico”.
“Bueno”, le dije a Raymond, “otro día más en el Chelsea”.
A mediados de enero conocimos a Steve Paul, el manager de Johnny Winter. Steve era un empresario carismático que había aportado a los 60 uno de los grandes clubes de rock de Nueva York, el Scene. Situado en una calle lateral cerca de Times Square, se convirtió en lugar de reunión de músicos de visita y de tocadas improvisadas a altas horas. Vestido en terciopelo azul y perpetuamente perplejo, tenía un poco de Oscar Wilde, un poco del gato de Cheshire. Negociaba un contrato de grabación para Johnny, y lo había instalado en un par de habitaciones en el Chelsea.
Todos irrumpíamos en las noches en el Quijote. En el poco tiempo que pasamos con Johnny, quedé intrigada por su inteligencia y su apreciación instintiva del arte. Era abierto en la conversación y benevólamente extraño. Nos invitaron a verlo al Fillmore East, yo nunca había visto a un artista interactuar con su público con tal completa seguridad. Era intrépido y alegremente controversial, girando como un devoto en éxtasis acechaba sobre el escenario meneando el velo de su cabellera blanca y pura. Rápido y fluido en la guitarra, paralizaba a la multitud con sus ojos desalineados y la sonrisa juguetonamente demoniaca.
El día de la marmota fuimos a una pequeña fiesta para Johnny en el hotel, en celebración de su contrato con Columbia Records. Pasamos casi toda la noche charlando con Johnny y Steve Paul. A Johhny le gustaban los collares de Robert y ofreció comprarle uno; también le pidió que le diseñara una capa negra de visillo.
Sentada, noté que me sentía físicamente inestable, maleable como si fuera de arcilla. Nadie parecía advertir que yo hubiera cambiado. El cabello de Johnny se doblaba como dos grandes orejas blancas. Steve Paul, en su terciopelo azul, estaba recostado sobre un montón de almohadas, fumando un cigarro de marihuana tras otro en cámara lenta, contrastando con la errática presencia de Matthew entrando y saliendo de la habitación. Me sentí tan profundamente alterada que huí a encerrarme en nuestro viejo baño compartido en el décimo piso.
No estaba segura de qué podía sucederme. Mi experiencia reflejaba muy estrechamente la escena de “cómeme, bébeme” de Alicia en el país de las maravillas. Traté de contactarme con su reacción comedida y curiosa hacia su propia experiencia psicodélica. Razoné que alguien debía haberme administrado algún alucinógeno. No había tomado ninguna droga antes y mi conocimiento se limitaba a la observación de Robert o a la lectura de las visiones autoinducidas por la droga de Gautier, Michaux y Thomas de Quincey. Me acurruqué en un rincón, sin saber qué hacer. No quería que nadie me viera cambiar de tamaño, aunque eso sólo ocurriera en mi mente.
Robert, muy subido también, recorrió el hotel hasta encontrarme, se sentó afuera de la puerta hablando, ayudándome a encontrar el camino de regreso.
Finalmente abrí la puerta. Dimos una caminata y volvimos a la seguridad de nuestra habitación. Al día siguiente nos quedamos en cama. Me levanté con un look dramático: gafas negras e impermeable. Robert fue muy considerado al no burlarse, sobre todo por el impermeable.
Fue un hermoso día que culminó en una noche de pasión inusual. Escribí alegremente en mi diario acerca de esa noche, agregando un pequeño corazón como una chica adolescente.
Es difícil expresar la velocidad con que nuestras vidas cambiaron en los meses siguientes. Nunca habíamos estado tan cerca, pero nuestra felicidad pronto se nublaría por la ansiedad de Robert con el dinero.
No podía encontrar trabajo. Le preocupaba no poder mantener dos lugares. Hacía continuamente la ronda por las galerías regresando frustrado y desmoralizado. “Ellos no miran el trabajo para nada”, reclamaba. “Me toman el pelo tratando de ligar. Prefiero cavar zanjas que dormir con esa gente”.
Fue a una oficina de empleos a buscar trabajo part-time, pero no salió nada. Aunque a veces vendía un collar, irrumpir en el mercado de la moda era lento. Robert se deprimía cada vez más por el dinero, y por el que recayera en mí obtenerlo. En parte fue el estrés por nuestra situación financiera lo que lo hizo volver a la idea de prostituirse.
Traducción de Elisa Montesinos
http://impreso.milenio.com/node/8711525
acá ya en aras canonizatorias
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